—A ti te parece que asesinar niños está bien?—Yo es que en política no me meto.Así ironizaba Mauro Entrialgo en una viñeta para El Salto sobre la ausencia de posicionamiento político respecto al conflicto en Palestina. Tomar partido se hace cada vez más importante en el ecosistema de las redes, y a quien más seguidores tiene, más se le exige. La última Met Gala se celebró el 6 de mayo, mismo día que, tras meses de estudio, un panel de expertos de la Organización de las Naciones Unidas exponía sus conclusiones sobre el “inaceptable” sufrimiento de mujeres y los niños en Gaza, vistas las señales de tortura que encontradas en los cientos de cadáveres analizados. Una noticia terrible, una más de tantas desde que estalló aquel conflicto. Esa noche en Nueva York, en la que se exponen y celebran las virtudes de lo estético, opulento y superficial, varios invitados, que suelen ser las personas más influyentes del mundo, fueron criticados por su posición nula ante la guerra de Gaza.En TikTok incluso se organizó Blockout 2024, un movimiento que apuesta por restringir todas las cuentas de personalidades que no se mojen. “Es hora de bloquear a los famosos, influencers y ricos que no utilizan sus recursos para ayudar a los más necesitados. Nosotros les dimos sus plataformas. Es hora de recuperarlas”, argumenta una usuaria.El capital político de un famoso en la era digital ha crecido de forma incalcuable. Kamala Harris era una fiscal general de California con reputación severa, risa fácil y proclividad para originar memes cuando heredó de Joe Biden el puesto de candidata demócrata a la presidencia. Al poco, la cantante Charli xcx, autora del álbum (y la estética) del verano, Brat, la coronó como tal: “Kamala es brat”, tuiteó a finales de julio. Siendo brat el cumplido más poderoso (y de significado más escurridizo) que se le puede dedicar a alguien, aquel tuit cambió radicalmente la imagen de Harris. De repente la candidata era alguien divertido, enrollado, con su lado travieso, capaz de entender los jóvenes. El pasado fin de semana, The Washington Post reflejaba la influencia de los demobrats en la campaña de Harris. “Ni me importaba la política hasta que vi el tuit de Charli”, confesaba en su reportaje uno de los muchos jóvenes entrevistados.El 15 de septiembre, tras meses de hacerse de rogar, Taylor Swift (la mayor superestrella musical de todos los tiempos, por si hiciera falta explicarlo) declaró también su apoyo a Harris. Donald Trump tuiteó entonces: “ODIO A TAYLOR SWIFT”. El posicionamiento político de un famoso, en fin, importa. Y, como suele ocurrir en internet, el público quiere esgrimir ese poder.Los bloqueos en redes buscan afectar el desarrollo profesional de las celebridades que los padecen, pues las marcas se fijan en los datos de impacto de sus cuentas para contratarlos. Al bloquearlos no se muestran sus publicaciones en los móviles de los usuarios, por lo que se reducen su influencia. Para 2027, según el Ministerio de Transformación Digital, se prevé que los ingresos publicitarios de los influencers alcancen los 500 millones de euros en España.Rosalía, Taylor Swift o Bad Bunny han sido algunos de los señalados por no posicionarse sobre el conflicto palestino. ¿Deberían hacerlo? “Que la cultura y la política sean cuestiones separadas es una asunción novedosa. Se da fruto del éxito del capitalismo ideológico en el que nos encontramos imbuidos, incluso en contra de nuestra voluntad. Cultura y política no se pueden separar”, argumenta al preguntarle por estas cuestiones Margot Rot, autora de Infoxicación. “Un referente cultural es un referente político. No posicionarse es posicionarse”, establece.En las redes se emiten atrocidades de la guerra en directo. Entre un reel en la playa y otro de una apetitosa comida se cuelan bombardeos a la población gazatí, personas con extremidades mutiladas y hasta niños asesinados. La imagen generada por IA, All Eyes On Rafah, que se compartió por más de 50 millones de cuentas en Instagram, sirvió como un aviso de la ciudadanía: los ojos de las redes también juzgan. Y ya no son solo cómo te queda este vestido o cómo te ha salido este plato de pasta.No hay que olvidar, como apunta Carolina Fernández-Castrillo, profesora de Alfabetización Transmedia y Cibercultura en la UC3M, que “si en Hollywood se posicionasen con la causa palestina, muchos perderían su trabajo. El sector judío ha tenido mucho poder en la industria cinematográfica”. Y en los medios tradicionales. La edición francesa de la revista Vanity Fair eliminó el pin palestino que el actor Guy Pearce lució en el festival de Cannes de una foto que publicó. “Censurar la conversación de un tema percibido como injusto no se permite en las redes”, recuerda Fernández-Castrillo.“Estamos ante el máximo exponente histórico de la cultura participativa”, apunta la investigadora, quien nos define como “protousuarios”; más activos y con más interacción y no como simples consumidores de la información. Y relaciona los hechos con la cultura de la cancelación. “Se retira el apoyo a artistas o personajes públicos que admiran si no se posicionan. También hay una limitación en la conversación pública en la que se obliga a posicionarse a gente que igual no quiere”. O que no sabe. “Podemos correr el riesgo de que se banalice el activismo”, alerta Fernández-Castrillo con respecto a esto último. “Pueden acabar contribuyendo a la desinformación”.
“Yo es que en política no me meto”: por qué obligamos a los famosos a posicionarse ideológicamente | EL PAÍS Semanal
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