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Hay algo profundamente desasosegante en la película Soy Nevenka, estrenada ayer, sábado, en el Festival de San Sebastián: que ves y casi tocas su angustia y su dolor en cada momento, a cada paso. Los sientes en cada mirada llena de violencia que le dirige el exalcalde Ismael Álvarez, en cada contestación fuera de tono, en cada humillación en los plenos del Consistorio, en cada desprecio ante los compañeros del partido, en cada acercamiento sexual no deseado, en los mensajes obsesivos y constantes, en los insultos, en las llamadas. La violencia ejercida por quien no obtiene algo a lo que cree tener derecho —disponer de otro ser humano— lo impregna todo dentro del cine hasta convertirse en una sensación viscosa de indignación, de asco y de injusticia que tardas en sacarte de encima.Pero cuando aparecen imágenes reales, de periodistas y de mujeres incrédulos y enfadados con ella, con Nevenka Fernández, con la víctima, sosteniendo que no puede haber acoso si ha habido una relación previa consentida, o que nadie es acosado si no se deja, o las manifestaciones en Ponferrada en apoyo del acosador, te das cuenta de lo que ha cambiado este país. De que la visión social de lo que pasó sería hoy, 23 años después, radicalmente diferente.Más informaciónQuizá alguien como Álvarez seguiría sosteniendo que no hizo nada malo; quizá hasta se lo creyera. Pero no habría manifestaciones en su apoyo, ni otras mujeres sosteniendo que algo habrá hecho la víctima para merecer el acoso, o que si mantuvo relaciones sexuales con él y luego le dejó, se exponía a que le sucediera algo así.El paradigma es otro, en parte gracias a Nevenka: el de que nadie tiene derecho a agredir ni a acosar a otra persona, y mucho menos si se trata de una mujer mucho más joven, más vulnerable y con la que existe una relación de dependencia jerárquica. Y que se puede decir que no. Siempre, en cualquier momento y situación, haya pasado lo que haya pasado antes entre dos personas.Algunas decisiones individuales y casi suicidas socialmente como la de la concejala de Ponferrada a veces lo cambian todo. Aunque cueste y aunque a ellas les pase una factura insoportable. En ocasiones, aunque les cueste la vida. Ocurrió con Ana Orantes, la primera mujer que se atrevió a denunciar en televisión la violencia machista que su marido llevaba ejerciendo 40 años contra ella. Él la mató 13 días después, el 17 de diciembre de 1997. La quemó viva. Aún hubo gente que la culpó a ella. Pero su valentía visibilizó esta lacra social y acabó cambiando el Código Penal. Ocurrió también con Nevenka, que acabó viviendo fuera de España y teniendo que emprender una nueva vida mientras Álvarez, condenado por la justicia, siguió plácidamente con su vida.Ahora es Gisèle Pelicot la que está cambiando el paradigma. Con su rostro descubierto y su dignidad intacta, señalando a las decenas de hombres que la violaron drogada durante años, organizados por su marido, con quien estuvo casada cinco décadas. Nevenka sintió culpa y vergüenza por ser víctima de un acosador. Pelicot, de 72 años, con sus hijos al lado, ha dejado muy claro que la culpa, la vergüenza y el reproche social deben estar en el otro lado: única y exclusivamente en el banquillo de los acusados, acompañando a aquellos que han ejercido la violencia.Nevenka denunció por dignidad, por sacarse de encima esa sensación viscosa de asco e injusticia, por pura necesidad vital. “Si no hubiera denunciado, me habría muerto”, dice. Giséle Pelicot se ha convertido en un símbolo. En estas semanas ha salido del tribunal en medio de aplausos y ovaciones. Ojalá Nevenka perciba, aunque sea más de dos décadas después, y tras la serie documental de Netflix producida por Ana Pastor y de la película de Icíar Bollaín, que el juicio popular también está de su lado y que su denuncia sirvió para algo: para empezar a cambiarlo todo para siempre.Toda la cultura que va contigo te espera aquí.SuscríbeteBabeliaLas novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanalRECÍBELO

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