Cristina Bautista Salvador
Madre de Benjamín Asencio Bautista
Cristina Bautista llega a la glorieta del Ángel de la Independencia y tiende una manta donde exhibe sus aretes artesanales, hechos con hoja de palma. Cuestan 50 pesos mexicanos, algo más de dos dólares. Intenta vender lo que puede hasta que le avisan que es hora de pararse frente al contingente y avanzar para exigir lo que exigen desde el 26 de septiembre del 2014. Que les digan qué pasó con sus hijos.
Quizá la imagen que mejor refleje lo que les ha pasado a los padres de los 43 estudiantes de Ayotzinapa sea la de Cristina Bautista levantando su improvisado puesto para tomar su lugar en la primera línea de la marcha.
Cristina nació y vivió toda su vida en Alpuyecancingo, una pequeña comunidad del municipio de Ahuacoutzingo, en la Montaña Alta de Guerrero, una de las zonas con los nivelesde pobreza más altos de México. Ahí creció y tuvo a sus tres hijos. La mañana del 29 de septiembre de 2014, su hija menor le comentó que un maestro en la escuela había preguntado por su hermano. El profesor sabía que Benjamín se había inscrito en la Normal Rural Raúl Isidro Burgos, pues él mismo le animó a que se convirtiera en maestro. Cristina entendió que era un gesto de cortesía. Más tarde, esa mañana, Cruz Bautista, tío de Benjamín, le comentó que un periódico informaba que había estudiantes desaparecidos tras un enfrentamiento con la policía. El diario publicaba una lista donde venía el nombre de Benjamín Asencio Bautista. Cristina partió de inmediato a la Normal.
Las tres horas y media desde Alpuyecancingo a Ayotzinapa le parecieron eternas. No estaba acostumbrada a salir de su comunidad, y esta era la segunda vez en un mes que visitaba Ayotzinapa. La primera había sido diez días atrás para la reunión de padres de alumnos de nuevo ingreso. Su llegada a la Normal Rural coincidió con el arribo de un autobús de estudiantes que venían de las primeras búsquedas de sus compañeros. Observó intentando reconocer el rostro de su hijo, pero no lo encontró. Al mismo tiempo, sintió vergüenza de preguntar por Benjamín y decidió quedarse ahí parada, inmóvil, en la calle. “Tenía la esperanza de que si me quedaba quietecita, Benjamín me viera desde adentro y saliera para estar conmigo”, relata, como si todo aquello hubiera pasado hace diez horas, no diez años. Al caer la noche no tuvo más remedio que acercase a las puertas de la escuela a preguntar por su hijo. Esperó y un joven le preguntó cómo se llamaba mientras buscaba el nombre en un cuaderno, lo que sirvió para confirmarle que su hijo estaba desaparecido. “Pero no se preocupe tía, de a poco están apareciendo los muchachos. Ayer llegó un grupo grande y hoy fueron a buscar a más, seguro al rato llegan”, le dijo, para tranquilizarla. Luego la invitó a unirse a los demás padres que esperaban en la cancha principal de la escuela.
Cristina no volvió a su casa esa noche ni las siguientes, la escuela les dio un espacio para que pusieran unas colchonetas en el suelo y se pudieran quedar ahí. Pasó 19 meses viviendo en un salón de la Normal, no quería irse de la escuela. Hoy en día sigue con la certeza de que hizo bien en no irse. “Yo sabía que si Benjamín regresaba iba a llegar aquí”, dice.
Pasado el año y medio, una mañana se despertó y no podía ver, sus ojos estaban muy inflamados. Un doctor de la organización Médicos Sin Fronteras le diagnosticó presión alta y le explicó que no podía seguir viviendo en el suelo. Los vecinos de la zona se compadecieron y le dejaron vivir por un tiempo en una casa muy cerca de la Normal, y desde entonces esa generosidad se ha repetido varias veces. Ha vivido en cinco casas distintas en los últimos años, todas prestadas y todas a menos de 300 metros de la escuela. “Hay que estar aquí pendiente de cualquier información que pueda surgir”, dice convencida. Cristina no entiende bien los términos legales que han inundado el caso, tampoco nadie se ha sentado a explicarle. Su lengua materna es el náhuatl, por eso le cuesta mucho trabajo leer toda la información en español que se publica sobre el caso Ayotzinapa. A la pregunta ¿qué es lo que más le ha desgastado en estos diez años?, responde sin ninguna duda: “El no poder dormir. Porque llegas cansada de una reunión o de una marcha, te acuestas a descansar y piensas en tu hijo, y entonces es otra noche más sin dormir”.
Bernabé Abraham Gaspar
Padre de Adán Abraham de la Cruz
Don Berna, como le conoce toda la gente, recuerda el día en que comenzó a caminar por el pueblo Filo de Caballos, preguntando por los muchachos de la Normal. Él lo sabía, caminaba por una de las zonas más violentas del Estado de Guerrero. Está muy adentro en la montaña y en la época era famosa por ser la principal región productora de amapola, la planta de donde se raspa la goma de opio. Horas antes había decidido comenzar a buscar a su hijo él solo. No se resignaba a estar en su casa, extrañándolo. Fue hacia la zona más peligrosa de la montaña con un morral dónde llevaba comida y unas flores que él mismo cultivaba con ayuda de Adán, su hijo, por el que ahora preguntaba en las calles. “Ahí pasé tres días, hasta que un señor se me acercó y me dijo, ‘aquí ya no pregunte más don”. “Es que ya estaba la maña y se corría mucho riesgo”, cuenta, reflexionando sobre aquellos días posteriores a la noche de Iguala.
Ahora, diez años después, está sentado en la sala de su casa en Tixtla, frente a una foto de Adán que reposa sobre un altar a San Martín Caballero. No hay duda que es la casa de uno de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. Don Berna hoy tiene 60 años, dice estar cansado, pero no va a parar. Se lo acaba de decir a Claudia Sheinbaum en una reunión que tuvieron con ella el pasado 29 de julio. En estos diez años ha enfermado, le duelen las piernas, no puede estar mucho tiempo sentado. Hace poco tuvo dengue hemorrágico y estuvo quince días en el hospital porque le bajaron las plaquetas. Las secuelas son dolor de espalda, de brazos y de cabeza. Antes de Iguala, sembraba de dos a tres hectáreas de diferentes cultivos, a veces maíz o frijol. La tierra la trabajaba con Adán y lo que más extraña es platicar con él, ahí en el campo, mientras trabajaban uno junto al otro.
Tras la desaparición, Don Berna dejó de cultivar. “Lo extrañaba mucho cuando estaba allá, yo solo, entonces dejé de ir. También las búsquedas, reuniones y marchas te quitan mucho tiempo, y abandoné la tierra”. Lo cuenta con una voz pausada y suave. Del 2014 recuerda las búsquedas con la Policía Federal y cómo les pedían a los padres que fueran al frente. No permitían mujeres, solo hombres. Las madres que no tenían pareja enviaban a un hermano, un cuñado o algún familiar cercano. Se acuerda de aquella noche del 26, pero sobre todo de la mañana, cuando llevó a Adán a la Normal. Tenía gripa y había pasado la noche en casa, pero en la mañana le pidió que lo llevara, tenían una actividad y le habían dicho que no podían faltar. Era la famosa marcha en Iguala. Don Berna lo llevó en su camioneta a la escuela y no volvió a verlo. Por eso le cuesta más olvidar esa mañana que la noche del 26 de septiembre.
Durante una reunión en el 2015, los abogados del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan les explicaron que tenían una invitación para acudir a Ginebra, Suiza, y presentar su caso ante el Comité contra la Desaparición Forzada de las Naciones Unidas. Pero debían ir ellos, los padres. Nadie alzó la mano, no entendían bien en qué les beneficiaría eso. Don Berna se apuntó. “Yo pensé en ir porque a lo mejor allá me dirían en donde está mi hijo, o los muchachos, pues”. Pero todo resultó diferente a como lo imaginó. Lo que más recuerda de ese viaje es que la gente que se le acercaba pensaba diferente sobre lo que ocurría en México. “Yo les decía que acá los habían desaparecido los malos o la Policía, que eran los mismos, y me respondían que no se imaginaban que eso pudiera ocurrir”. Dice que escuchar eso le ponía triste y se daba cuenta de que no se sabía la realidad de lo que les estaba pasando. Hoy en día, como una ironía cruel, cultiva cempasúchil, la flor de los muertos. Lo hace solo en la temporada cercana a la festividad, pues es fácil el cultivo y con eso se ayuda para el sustento. No va a volver al maíz hasta que no regrese Adán o les digan qué pasó con ellos. Tampoco va a quitar la fotografía que siempre observa fijamente antes de salir de su casa.
Altar en el interior de la casa de Cristina Bautista.
Fotografía de Adán Abraham en un altar en su casa de Tixtla, (Guerrero)
Hilda Legideño Vargas
Madre de Jorge Antonio Tizapa Legideño
En 2020, Hilda Legideño vio en Facebook la fotografía de un joven tirado en una calle de Mexicali, Baja California. Un refugio para indigentes compartía en sus redes sociales fotos de personas sin hogar, por si algún familiar les vía y reconocía. En la publicación, el joven estaba dormido en el suelo y se le observaba una parte del rostro, el resto estaba cubierto por su chamarra. Hilda miró la imagen y encontró el parecido con Jorge Antonio. No podía tener la certeza, la foto dejaba ver solo la mitad de la cara. Pero su boca se parecía a la de Jorge. Hilda comenzó hacer llamadas hasta que le atendió el teléfono el entonces subsecretario Alejandro Encinas. Aún no sabe bien cómo, pero logró que la pusieran en un avión rumbo a Baja California. Abogados y gente cercana a ella se molestaron. “Ya entienda que su hijo está muerto, no en Tijuana”, le dijo alguien a quien Hilda no quiere mencionar por su nombre, pues le dolió bastante el comentario. Al llegar al albergue, el personal le dijo que no tenían mucha información sobre el joven de la foto. “Es un indigente que limpia carros y se la vive entre Tijuana y Mexicali”, fue lo único que le comentaron. Ella comenzó a caminar pegada al muro fronterizo con la foto del joven tirado, preguntando por él, afirmando que era su hijo. “Es mi hijo, es estudiante en Guerrero, es de lo que están desaparecidos, les decía yo”. Lo relata y comienza a llorar muy pausadamente, no hace ruido, solo tiene que guardar silencio un momento, pasar saliva y continua con su relato. Finalmente, en Tijuana, en otro albergue, alguien le mostró un video del joven lava carros y pudo confirmar que no se trataba de su hijo. Regresó a Ciudad de México para una reunión donde recibió más criticas. “Cómo se le ocurre ir hasta allá”, le dijeron. A Hilda esas críticas ya no le afectan. En los últimos diez años ha recibido todo tipo de señalamientos. “Siempre pienso que ellos no saben, porque no tienen un desaparecido”, reflexiona y continúa narrando. “Nos han dicho de todo, pero como madre, no le vas a fallar a tu hijo. Si están tan seguros de que están muertos, que nos lo demuestren. Imagínate si nos hubiéramos conformado con aquella versión, cuando nos dijeron que nuestros hijos estaban en el río”.
Son las cuatro de la tarde en Ayotzinapa y Hilda cierra su pequeña tienda, que se ubica a pocos metros de la entrada a la Normal Rural. Antes de la noche del 26, ella tenía su casa y una tienda de abarrotes en Tixtla. Luego todo cambió. Hoy vende playeras y pulseras a las puertas de la Normal, todos sus artículos hacen referencia a los 43. Le cuesta hablar y dar entrevistas, no le gusta. Recuerda cuando su hijo se inscribió a la Normal. Llegó a casa y le dijo: “Me vas a tener que acompañar a marchar, nos piden que marchemos y que los padres nos acompañen”. A ella no le gustaba nada de eso, ni las fiestas, ni las protestas y, mucho menos, hablar en público ante tanta gente. Por eso no ve los documentales o noticieros dónde ha salido. Está cansada de todo, de que la gente le diga que su hijo está muerto, de que le pregunten si siente emoción cuando se reúne con el presidente. “Pero lo que más cansada me tiene son las mentiras, no puede ser que nos mientan tanto en nuestra cara”.
Clemente Rodríguez Moreno
Padre de Christian Alfonso Rodríguez Telumbre
Clemente Rodríguez no se perdía los jaripeos de su pueblo, le gustaba mucho el baile y la fiesta. Era un hombre muy alegre y bromista, salía a correr y a jugar basquetbol. Hoy dice estar triste y cansado, con sobrepeso. La realidad es que no tiene sobrepeso, pero él así se siente. Desde aquel día en que desapareció Christian con sus compañeros de la Normal, todo ha sido diferente en la casa de la familia Rodríguez Telumbre. Hace diez años, Clemente vendía garrafones de agua por todo el pueblo de Tixtla, a bordo de una pequeña camioneta. Los fines de semana el patrón guardaba el vehículo y Clemente salía a vender en un triciclo de tres ruedas. Hoy lo recuerda sentado en la sala de su casa con el rostro envejecido y un zumbido en el oído que dice no se le quita. Casi no levanta la mirada cuando conversa, mirar hacia otro sitio. Jamás se imaginó estar ante un salón lleno de jóvenes que le quisieran escuchar. Hoy, esa actividad la repite tres o cuatro veces por mes.
Un día, al final de una marcha, un maestro de la UNAM se le acercó y le invito a ir a su clase y hablar a los alumnos. Desde entonces, Clemente no ha parado de recibir invitaciones a diferentes escuelas. Siempre termina pidiéndoles a los jóvenes que se cuiden, para que no les pase lo que a su hijo. Este mes ya ha dado dos charlas y tiene invitaciones para las próximas cuatro semanas. Clemente está cansado de todo, “tantas pinches reuniones que no sirven”, lo dice con cansancio, no con enojo. A Clemente le ha tocado de todo, las marchas, los plantones, la huelga de hambre frente a los cuarteles, el cara a cara con el presidente Andrés Manuel López Obrador, a quien tuvo la oportunidad de reclamarle que se está yendo sin cumplir sus compromisos, sobre todo sin tocar al Ejército.
“Se lo dije de frente en la última reunión, hay ochocientos folios militares que están desaparecidos, usted nos prometió cosas y ya se va”. El reclamo fue el enojo acumulado durante estos años de Gobierno y fue más allá, “usted se ha dedicado en sus mañaneras a atacar a nuestros abogados, dice que nos manipulan, aquí estamos. Pero no me respondió”. Por eso asegura que Sheinbaum es la nueva esperanza, ya se lo dijo también, “usted póngale el ejemplo a todos estos”. Clemente y su familia se han unido más con la tragedia. Él habrá faltado a unas cinco marchas durante todos estos años, pero su familia siempre ha estado presente. Va su esposa, sus hijas o su cuñada, que se vino a vivir con ellos para estar siempre presente en las actividades.
Un día de julio del 2020, hace poco más de cuatro años, llegaron a su casa Alejandro Encinas y Omar Gómez Trejo, el entonces fiscal de la Unidad Especial de Investigación y Litigación para el caso Ayotzinapa, acompañados por gente del Centro de Derechos Humanos Agustín Pro. Le llevaban los resultados forenses de un fragmento óseo de pie encontrado en una barranca en Cocula. Ese pequeño fragmento de hueso, le dijeron, lo habían mandado al laboratorio de la Universidad de Innsbruck y los resultados habían confirmado que se trataba de Christian, su hijo. Para Encinas y Gómez Trejo, esto suponía un avance en el caso. El fragmento se había recuperado en un sitio distinto al basurero y al río, los parajes donde se había construido la verdad histórica del anterior Gobierno.
Pero Clemente y su familia estaban lejos de verlo como un avance o una buena noticia. Era de nuevo un pequeño huesito. No había más información, otra vez supuestos, otra vez especulaciones, otra vez la verdad en fragmentos y en pequeñas porciones, como los tres huesos que se han encontrado a lo largo de diez años y que le dan sustento al caso. Clemente hace una pausa. No puede aceptar que su hijo está muerto, porque solo le han hablado de un fragmento de hueso de cinco centímetros. Todo esto en el medio de una investigación que lleva diez años.