Desde que la presidenta, Dina Boluarte, decidió otorgarle los funerales de Estado a Alberto Fujimori, más de un analista político se ha preguntado si han sido tres días de duelo o tres días de memoria. Sus adeptos, quienes lo defienden como si fuese un santo, se han dedicado a enarbolar su figura, remarcando que su paso por la vida estuvo impregnado de heroísmo y valentía por un aspecto que para ellos es indiscutible: haber vencido al terrorismo. Sus opositores rebaten dicha “verdad”, sosteniendo que Fujimori no solo tuvo poco que ver en el hito que determinó aquella derrota —la captura del cabecilla de Sendero Luminoso, Abimael Guzmán—, sino que fue a pesar de él. Para ello citan a exmiembros del Grupo Especial de Inteligencia (GEIN) de la Policía, los captores de Guzmán, quienes han asegurado que el político nunca estuvo enterado de la operación y que no se lo comunicaron porque la información se hubiese filtrado a su íntimo asesor Vladimiro Montesinos, y este hubiese frustrado el trabajo al no obtener ningún rédito.Féretro con el cuerpo del expresidente peruano Alberto Fujimori en el Museo de la Nación, donde sus restos serán exhibidos para un homenaje póstumo, en Lima, el 12 de septiembre de 2024. Sebastian Castaneda (REUTERS)Pero, sin duda, el acontecimiento que se trae abajo la mentada valentía del patriarca del fujimorismo es su huida del Perú y posterior renuncia desde Tokio, Japón, a fines de 2000. Es un hecho que a los peruanos les remite a un viejo aparato tecnológico, mitad teléfono, mitad impresora, que en aquel entonces era la herramienta más veloz para enviar documentos a larga distancia: el fax. Un periférico que ha quedado asociado al fin de un mandato dictatorial, donde se envilecieron las instituciones del Estado, se compraron los medios de comunicación, se esparció la corrupción y se cometieron múltiples delitos en contra de inocentes.Corría el año 2000 y Fujimori buscaba su tercer periodo presidencial, en medio de una ola de cuestionamientos que hacían tambalear cualquier atisbo de gobernabilidad. En abril de ese año, hubo elecciones generales y los resultados oficiales señalaban que Fujimori había superado por nueve puntos porcentuales al economista Alejandro Toledo. Pero los visos de fraude provocaron una indignación que se manifestó en las calles en una marcha multitudinaria, pocas veces vista, denominada Los cuatro suyos, en alusión a las cuatro regiones que conformaron el imperio incaico del Tahuantinsuyo.Aquella manifestación de repudio supuso un remezón para Fujimori, pero no determinó su fin. Un grueso de la población todavía creía a ciegas en su líder y estaba dispuesto a respaldarlo. Se necesitaba una prueba contundente. Un destape. Eso que en las redacciones se denomina una bomba. El 14 de septiembre de 2000, la esperada bomba explotó en la cara de todos los peruanos reunidos frente a la televisión. Un canal de cable reprodujo un video donde se veía a Vladimiro Montesinos, el jefe del Servicio de Inteligencia Nacional (SIN), comprando la conciencia del congresista Alberto Kouri con una torre de billetes. Quince mil dólares para que se pasara al bando fujimorista. Fue el primer Vladivideo de muchos. Alberto Fujimori, tendido sobre el techo de su vehículo, estrecha la mano de sus partidarios después de emitir su voto en las elecciones locales del 12 de noviembre de 1995. Mariana Bazo (REUTERS)Ante los hechos, la estrategia de Fujimori se basó en condenar a Montesinos y en asegurar que toda esa corrupción estructural la había levantado a sus espaldas. Incluso protagonizó una escena memorable donde lo “persigue” junto a un comando de policías, recorriendo sus supuestos escondites. El 29 de octubre, Montesinos fugó a bordo de un velero junto a unos militares y no sería capturado hasta junio del año siguiente en Venezuela. Al descubierto, consciente de que tarde o temprano sería llamado a los tribunales y que la Fiscalía le seguía los pasos con un voluminoso folio de pruebas, Fujimori salió del país con la excusa de cumplir con un compromiso presidencial: asistir al foro APEC en Brunéi, un país del sudeste asiático. Luego debía viajar hacia Panamá para participar de otra cumbre, pero el autócrata que gobernó durante diez años al Perú nunca llegó y cambió su vuelo hacia Japón, el país de sus padres y donde —según algunas denuncias— realmente habría nacido.El 19 de noviembre, a dos meses del primer Vladivideo, Fujimori envió su renuncia formal a la Presidencia vía fax desde un hotel en Tokio. En la carta dirigida al presidente del Congreso, Valentín Paniagua, decía que había llegado a la conclusión de que su presencia no era conveniente para el proceso de transición y que aguardaba que de este modo se abriera paso a “una etapa de definitiva distensión política”.Más de dos décadas después está claro que fue como echarle gasolina a una hoguera que está muy lejos de apagarse. “A pesar de errores, que reconozco, he actuado sin cálculo político, mucho menos preocupado por la popularidad, circunstancias que hubieran impedido la exitosa ejecución de un programa económico antiinflacionario, el proceso de pacificación interna y luego alcanzar la paz definitiva con Ecuador y Chile, entre otros logros fundamentales de mi Gobierno”, dice el documento histórico.Por estos días, en el velorio, José Cevasco, exoficial mayor del Congreso, ha negado que Fujimori haya renunciado oficialmente por fax, sino que se trató de una copia, pues el documento oficial fue traído desde Japón por uno de sus edecanes. “Esa renuncia demoró 23 horas en llegar a Lima. Pero yo le pedí al edecán una copia para mostrársela al entonces presidente del Congreso, Valentín Paniagua. Él me envía una copia por fax. Y yo se la muestro hasta que llegue el original”. Si finalmente Paniagua, quien asumió la Presidencia en el período de transición democrática, se enteró por una copia, no cambia el acto: Alberto Fujimori renunció a su investidura desde otro continente para evitar responder a la justicia y no acabar en prisión, cosa que acabó sucediendo varios años después.Sus ministros se sintieron traicionados y renunciaron. Y el Congreso, tras una votación, no aceptó su renuncia y lo vacó por permanente incapacidad moral. No hubo una transmisión de mando. Fujimori no le colocó la banda a su sucesor. Pateó el tablero cuando se supo a buen recaudo. Tanto es así que postularía al Senado japonés, aunque sin éxito. Luego viajaría a Chile para intentar quedar absuelto de sus delitos, pero sus planes quedaron truncos y acabaría siendo extraditado al Perú. ¿Cómo serán recordados los tropiezos y delitos del séptimo presidente más corrupto del mundo? El país parece asistir a una inagotable temporada de posverdad.Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS América y reciba todas las claves informativas de la actualidad de la región.
El día que Fujimori renunció por fax desde Tokio
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