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Resido frente a una casa que funciona como alojamiento para plataformas. La construcción es de dimensiones notables y tiene disponibles un montón de habitaciones, pero apenas cuenta con un par de lugares de estacionamiento. Como podrá suponerse, con frecuencia esa suerte de hostal incógnito nos da dolores de cabeza a los habitantes de las cercanías, ya sea por el ruido de sus visitantes, ya porque nos tapan las cocheras con sus autos. Y, de cuando en cuando, la cosa empeora. Por ejemplo, este fin de semana uno de los huéspedes tuvo que ser desalojado por los anfitriones, ya que llevaba seis horas haciendo sonar sin pausa las obras completas de don Vicente Fernández, a todo volumen y ayudado por una bocina que ya quisiera el Creador para anunciarnos la llegada del Juicio Final.Una patrulla de la policía municipal estaba estacionada afuera, tratando de averiguar quién causaba el alboroto. Las ventanas de las edificaciones vecinas se cimbraban debido al poder de la onda sónica. Creo que nos quedamos a media canción de que Chente mismo se materializara, con sus cejas y bigotes como fabricados con rectángulos de cinta aislante negra. Y entonces sucedió el éxtasis nacionalista.Cuando el responsable salió por la puerta, bamboleándose (porque, claro, debe haberse bebido la mitad de una licorería), lo hizo envuelto en una sudadera con los colores y el escudo patrios. Los policías lo miraron con respeto. El expulsado, de pie en la banqueta, se volteó hacia unos que lo miraban por la ventana, sus exvecinos, los huéspedes que lo habían denunciado, y les gritó: “Váyanse mucho a la [aquí entra un improperio], gringos hijos de la [aquí entra otro]”. La patrulla se fue y él se perdió en la noche, con la mochila al hombro y echando vivas a México. Pocas veces he visto una escena tan propia de estas tierras. “Resultó ser un patriota”, me dije.Sabemos que el nuestro es un país inclinado a lo festivo y que lo patriotero se nos da por naturaleza. Somos los reyes de la organización de “verbenas populares” (si no ha sucedido en el espacio exterior es porque nunca han coincidido dos de los nuestros allí). Casi no hay mexicano que, en plan orgulloso y luego de dos tequilas, y a veces sin necesidad de uno, se ponga a decir cosas del tipo de “como México no hay dos”, aunque no conozca ningún otro sitio del planeta (o, todo hay que decirlo, aunque se haya recorrido la mitad del globo).Durante septiembre, que no por nada es llamado “el mes de la Patria”, ocurre en nuestras ciudades un fenómeno decorativo de dimensiones comparables a las de la Navidad. Las oficinas públicas, los comercios, las calles, se llenan de banderitas y distintivos tricolores y efigies de Hidalgo, Morelos, la Corregidora y demás miembros de nuestro lore. Los ciudadanos de a pie no son ajenos al entusiasmo. Las escuelas hierven de fervor. Y no falta quien, en casa, vista al hijo (o al perro) de charrito, o a la niña (en su defecto, a la gata) de china poblana.La noche del Grito de Independencia (que es nuestra única y verdadera fiesta nacional, porque el “Cinco de Mayo” es un invento estadounidense que por estos lares no interesa) miles de personas se congregan en las plazas públicas a vitorear a los héroes (y, ya de paso, a los políticos que los invocan) y a consumir antojitos y bebidas espirituosas. No falta, desde luego, quien truene cohetes, petardos, “garbanzos” o “palomitas” de pólvora, que es una de las costumbres más nocivas de este país.Creo que pocos se cuestionan si tanto orgullo de ser nosotros mismos se basa en algunas bondades reales de nuestra sociedad o si, en el fondo, nos basta con lo rico de nuestra cocina, con nuestros paisajes de fábula y con lo maravillosos que siempre nos hemos considerado. Pensaba en esto, admirando el cielo nocturno coloreado por los fuegos artificiales patrios, cuando el huésped expulsado regresó y se puso a orinar en la puerta de su antiguo alojamiento. Ni hablar: como México no hay dos.Apúntese gratis a la newsletter de EL PAÍS México y al canal de WhatsApp y reciba todas las claves informativas de la actualidad de este país.

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