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Esta es una entrega de la newsletter semanal de México, que puede seguirse gratuitamente en este enlaceUn bodorrio, según la Academia de la Lengua, es una boda “cuya forma de celebración se considera impropia, por su ostentación excesiva o su inadecuación a las circunstancias”. Se señala, además, que se trata de una palabra despectiva, como cabe esperar de un sufijo así, -orrio. Nadie querría vivir en un villorrio, sin embargo, los bodorrios se extienden últimamente por todo el mundo, entre la gente sin recursos y los adinerados, entre quienes tienen gusto y quienes no lo tienen. Hay que hacer un bodorrio sí o sí. El despectivo se va diluyendo. Hoy en día, el que no celebra su casamiento y/o amor con un bodorrio no es nadie.Los que tienen posibles fletan unos aviones y se van a La Antigua, esa ciudad de cuento y lujo en Guatemala; los más aristócratas no se conforman con exhibir dinero, se montan un teatro virreinal con esclavos y poderío racista. Cada día nos despertamos con algo más fuera de gusto o de circunstancias. El último escándalo que ha obligado a dimitir a un funcionario del Gobierno en México ha sido la boda celebrada en el Museo Nacional de Arte (Munal) de la capital, un soberbio edificio de principios de siglo pasado con sinuosas escalinatas, columnas y patios, dorados y madera, un palacio comme il faut en el centro de la ciudad. Martín Borrego Llorente, diplomático de carrera, celebró su amor con otro diplomático, el número dos de la embajada de Rumanía, Ionut Valcu. Con esa manía que tienen los periodistas de meter las narices en los asuntos ajenos, las fotos de la fiesta salieron pronto a la luz y se montó la telenovela. Pero, ¿qué es ya una boda sin su posterior dimisión? Nada.No se trata aquí de indagar si se hizo con engaños, disfrazando una boda de copete y floripondio en la solapa con un encuentro diplomático para celebrar las relaciones entre dos países, si contó con autorizaciones o sin ellas, si habían sellado la unión con anterioridad o si la lista de regalos se coló sin pretenderlo en una invitación con las iniciales de los novios. La pregunta que sube a la boca como un ardor de chorizo rancio es ¿por qué? ¿Por qué alguien necesita tanto lujo y abolengo para celebrar una boda? ¿Por qué no se conforman con un banquete en el jardín como hacían los antiguos hacendados y se van luego a consumar donde nadie los vea? ¿Por qué tienen que gritar su romeoyjulietismo entre paredes doradas y obras de arte, en lugar de ir al museo los domingos como cualquier hijo de vecino a disfrutar de la pintura? ¿Por qué nos salpican con su megalomanía pomposa y su grandilocuencia de folletín? ¿Por qué creen, en su estulticia, que eso no se iba a hacer público con todas sus consecuencias?Son muchas preguntas, ya sé, pero hay algunas respuestas. Los estadounidenses, que todo lo que tocan lo convierten en plaga, llevan años generando películas por costales sobre bodorrios, donde quienes los organizan -wedding planner, of course my horse- se embarcan en una carrera por ver quién es el más original, quién llega más lejos, como los concursos de meadas o de lanzamiento de huesos de aceitunas de los pueblos en fiesta. Ya no hay bodas, solo bodorrios. ¿Qué ordinariez es esa de cortar la tarta nupcial con una espada o deslizar la liga de la novia muslo abajo? Lo que hay que hacer ahora es montar a los contrayentes en globo y aterrizarlos sobre una plataforma floreada instalada en el lago. También pueden ir montados en un burro mientras latigan a los falsos esclavos camino de la iglesia. Válgame. Siempre fueron pomposas las bodas, ahora son indescriptibles.Que igual la culpa no la tienen las películas, eh. Pero es que se parece tanto lo que ocurre hoy en día a lo que se ve los sábados por la tarde frente a la televisión mientras se le da una buena paliza al sofá, que para qué buscar otras causas. Podría haberlas, sin embargo. Cabe la prepotencia de creerse poderosos funcionarios a quienes nadie va a poner freno aunque jueguen con la paciencia pública. La de figurarse que adueñándose por unas horas de un museo les distinguirá del resto de los mortales. O sea, sencillamente, creerse más que nadie y encima, tener que demostrarlo. Salvo que te den en un ojo, es preferible el lanzamiento de huesos de aceituna.

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