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Fue bisiesto. Trescientos sesenta y seis días fueron suficientes para perder pedazos irrecuperables de lo que éramos. Andrés Manuel López Obrador —conocido ilusionista— los arrojó al fondo de su sombrero y se marchó. ¿Destino? Una quinta al costado de la carretera Pakalná-Palenque en Chiapas.Andrés Manuel López Obrador —el peligro para México— se llevó consigo la credibilidad de sus detractores. Opositores, analistas, comunicadores, encuestadoras y medios de comunicación sepultados bajo el peso de 36 millones de votos. Un puñado de boletas electorales como prueba de la magnitud de su error. Algunos, derrotados, se replegaron en las sombras; otros, obstinados, persisten en tercos soliloquios desiertos.El último año de Andrés Manuel también ajustició al poder que permanecía intocado, así como a 5.700 juzgadores locales y 1.635 federales. Sobre su losa, como ornamento funerario, reposa la figura petrificada de Norma Piña quien, en su cruzada por defender al Poder Judicial de la reforma que lo reconfiguró, se creyó David, olvidando que era Goliat.Y que nadie aguanta un recargón de Andrés Manuel López Obrador.En el veinte veinticuatro, año de la batalla final del dirigente político más importante de la historia moderna —palabra de Sheinbaum—, se esfumaron siete órganos del Estado mexicano. Islas dispersas que, sin resistencia, fueron tragadas por el continente. Con aquel movimiento —de la mano de mayorías parlamentarias y un nutrido respaldo popular— emergió un barco sólido: centralizado, austero, diseñado para navegar hacia los resultados. Por ahora, Sheinbaum sostiene el timón con fuerza. Dios nos guarde si, en un descuido, lo perdiera.Con la partida del Necio, también se desvaneció un viejo sueño: la posibilidad de una fuerza de seguridad con mando civil. El López Obrador pragmático optó por otro camino: la militarización permanente, la seguridad pública a nivel federal y el incremento del poder político y económico de la Sedena. Se fue el sueño; la pesadilla ronda.Al partir, Andrés Manuel López Obrador aventó al fondo del sombrero una antigua —otrora querida— reliquia: el Partido de la Revolución Democrática y su registro nacional ante la autoridad electoral. Plof. A lo lejos, Alejandro Moreno — Alito, apodan al señor— y Jorge Romero observan la escena mientras se frotan las manos. Phew. Podrán seguir ordeñando, al menos un rato más, sus respectivas y desprestigiadas vacas lecheras.López Obrador también se ha llevado —en un mismo paquete— los deseos de la oposición de arrebatarle a la izquierda la jefatura de Gobierno de la Ciudad de México, junto con la sonrisa bribona de Santiago Taboada. Las ha doblado con cuidado, como quien guarda un trofeo, y las ha colocado en un rincón discreto de la quinta de Palenque, lejos, a varios kilómetros del bastión obradorista. Anhelo de victoria con destino a La Chingada.Los últimos tramos de la vida pública de López Obrador desataron vientos feroces que derribaron estructuras medianas y pequeñas, especialmente las mal construidas. La virgen Xóchitl, despeinada y confundida, emerge entre los restos de una campaña desastrosa de congruente resultado. La Marea Rosa —sinónimo de sociedad civil— yace colapsada, atrapada entre polos Lacoste y ocultos propósitos. Entre la nube de polvo y los escombros, sobresale una pequeña y optimista mano ondeando un rosa banderín.Al final del camino, el mago se metió en su espacioso sombrero: Andrés Manuel López Obrador se ha ido.Adiós.Y adiós al año de nuestro último encuentro.

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